sábado, 26 de noviembre de 2011

INVIERNO

Hola chic@s,

Otro relato corto para que lo disfrutéis:

     Pues si; le encantaba el invierno. De hecho pensaba que ese año, en esa ciudad y con ese tiempo de perros el verano iba a ser un incordio, un vecino de esos pesados que llega un día sin avisar y al que desde su llegada no dejas de escuchar a altas horas de la noche.

     Claro que, si lo pensaba más despacio, el vivir sólo, lejos de todos aquellos que quería y teniendo que trabajar durante todo el verano, quizá eso ayudaba a que su idea del verano no fuera todo lo imparcial que pudiera ser. Eso unido a que cada día más y más comercios del barrio abrían más tarde y cerraban más temprano, signo de que en un par de semanas todo bar, tienda o comercio del distrito estaría cerrado durante casi un mes.


     Le gustaba su barrio. Le recordaba a los barrios en los que había vivido cuando era pequeño en su país. Tranquilo los domingos, casi muerto. Animado durante la semana, pero igual de tranquilo, con todos los vecinos saludándose, compartiendo sus pequeñas historias del fin de semana; -si Paqui, fui a visitar a mis nietos al campo-. Un mes más tarde de su mudanza la mayoría del barrio le saludaba por la calle y decía –allí va el español-. Pocos meses después la mayoría sabía su nombre. Algunos compartían música con él, otros historias de tiempos ya pasados, cuando “se vivía mejor”.

     Pero a pesar de todo seguía viendo a la ciudad como un invasor, un extraño que se colaba en su cabeza, que intentaba arrancarle recuerdos de otras ciudades, de otras vivencias. Que le gritaba por las noches que todas las ciudades por las que había pasado le habían conducido hasta ella, y que en el fondo, todas eran un espejo de la misma ciudad.

     Y en el fondo su imagen idílica de ciudad era parecida a esa ciudad del espejo. La ciudad perfecta era aquella en la que todos los habitantes tienen una meta: ser felices y hacer felices a los que más quieren. No se preocupan por el dinero, las hipotecas, las deudas, las guerras, los territorios compartidos, las fronteras desplazadas…. Todo eso no existe en la ciudad perfecta. Solo existe gente que quiere vivir tranquila, con su familia, con sus amigos, y sin causar molestias al resto de vecinos.

     Quizá hubiera tomado ciertas partes de esa visión ideal de las ciudades más pequeñas en las que había vivido. La gente se conocía, se ayudaban unos a otros, compartían las penas y las alegrías. Pero ahora en la capital tenía la impresión de que la ciudad era más influyente que los propios habitantes. Creía que la ciudad devoraba poco a poco los sueños de los vecinos, ahogándolos en penas y preocupaciones.

     Por supuesto, el verano no era la mejor época para darse cuenta de esto. La ciudad se vaciaba de sus habitantes, los echaba de sus mismas raíces, para sustituirlos por los turistas llegados de los rincones más remotos del mundo. Incluso de su país natal, incluso de la ciudad que le había visto nacer y a la que tan poco unido se sentía ahora.

     Era otra de las cosas que no le gustaban. Los turistas. Y el verano no era tampoco la mejor época. La ciudad recibía millones. Él disfrutaba escuchando conversaciones sueltas en los metros. Entendía bien varios idiomas, fruto de los viajes y las estancias en varios países a lo largo de su vida. De hecho, le gustaba fingir que no entendía nada, cuando en realidad se reía por dentro escuchando los mismos problemas que él había tenido al llegar la primera vez a la ciudad. Pero no le gustaba que la gente se diera cuenta de su nacionalidad. Prefería mantenerse alejado, tan sólo escuchando y sonriendo.

Relato corto propiedad de Apagario. Copyright Apagario@2008.
Fotografía propiedad de Apagario. Copyright Apagario@2009.

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