Hola chic@s,
Otro relato corto para que lo disfrutéis:
Pues
si; le encantaba el invierno. De hecho pensaba que ese año, en esa ciudad y con
ese tiempo de perros el verano iba a ser un incordio, un vecino de esos pesados
que llega un día sin avisar y al que desde su llegada no dejas de escuchar a
altas horas de la noche.
Claro
que, si lo pensaba más despacio, el vivir sólo, lejos de todos aquellos que
quería y teniendo que trabajar durante todo el verano, quizá eso ayudaba a que
su idea del verano no fuera todo lo imparcial que pudiera ser. Eso unido a que
cada día más y más comercios del barrio abrían más tarde y cerraban más
temprano, signo de que en un par de semanas todo bar, tienda o comercio del
distrito estaría cerrado durante casi un mes.
Le
gustaba su barrio. Le recordaba a los barrios en los que había vivido cuando
era pequeño en su país. Tranquilo los domingos, casi muerto. Animado durante la
semana, pero igual de tranquilo, con todos los vecinos saludándose,
compartiendo sus pequeñas historias del fin de semana; -si Paqui, fui a visitar
a mis nietos al campo-. Un mes más tarde de su mudanza la mayoría del barrio le
saludaba por la calle y decía –allí va el español-. Pocos meses después la
mayoría sabía su nombre. Algunos compartían música con él, otros historias de
tiempos ya pasados, cuando “se vivía mejor”.
Pero
a pesar de todo seguía viendo a la ciudad como un invasor, un extraño que se
colaba en su cabeza, que intentaba arrancarle recuerdos de otras ciudades, de
otras vivencias. Que le gritaba por las noches que todas las ciudades por las
que había pasado le habían conducido hasta ella, y que en el fondo, todas eran
un espejo de la misma ciudad.
Y
en el fondo su imagen idílica de ciudad era parecida a esa ciudad del espejo.
La ciudad perfecta era aquella en la que todos los habitantes tienen una meta:
ser felices y hacer felices a los que más quieren. No se preocupan por el
dinero, las hipotecas, las deudas, las guerras, los territorios compartidos,
las fronteras desplazadas…. Todo eso no existe en la ciudad perfecta. Solo
existe gente que quiere vivir tranquila, con su familia, con sus amigos, y sin
causar molestias al resto de vecinos.
Quizá
hubiera tomado ciertas partes de esa visión ideal de las ciudades más pequeñas
en las que había vivido. La gente se conocía, se ayudaban unos a otros, compartían
las penas y las alegrías. Pero ahora en la capital tenía la impresión de que la
ciudad era más influyente que los propios habitantes. Creía que la ciudad
devoraba poco a poco los sueños de los vecinos, ahogándolos en penas y
preocupaciones.
Por
supuesto, el verano no era la mejor época para darse cuenta de esto. La ciudad
se vaciaba de sus habitantes, los echaba de sus mismas raíces, para
sustituirlos por los turistas llegados de los rincones más remotos del mundo.
Incluso de su país natal, incluso de la ciudad que le había visto nacer y a la
que tan poco unido se sentía ahora.
Era
otra de las cosas que no le gustaban. Los turistas. Y el verano no era tampoco
la mejor época. La ciudad recibía millones. Él disfrutaba escuchando
conversaciones sueltas en los metros. Entendía bien varios idiomas, fruto de
los viajes y las estancias en varios países a lo largo de su vida. De hecho, le
gustaba fingir que no entendía nada, cuando en realidad se reía por dentro
escuchando los mismos problemas que él había tenido al llegar la primera vez a
la ciudad. Pero no le gustaba que la gente se diera cuenta de su nacionalidad.
Prefería mantenerse alejado, tan sólo escuchando y sonriendo.
Relato corto propiedad de Apagario. Copyright Apagario@2008.
Fotografía propiedad de Apagario. Copyright Apagario@2009.
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